Alejandro Muñoz Erazo
Han habido múltiples revoluciones a lo largo de la historia, unas para transformar la
forma en que el ser humano se relaciona con la naturaleza, pasando de la simple recolección a
una vida organizada en comunidades; y otras para abrir caminos al conocimiento, cuando los
símbolos y las letras se convirtieron en la herramienta que permitió transmitir ideas de
generación en generación hasta la actualidad. Claramente hace falta mencionar las resoluciones
que revocan a reyes y estructuras de poder, unos con la banderita de la libertad y otros como por
ejemplo buscaban el fin de la explotación laboral.
Todo lo mencionado anteriormente, fue y es relevante para la manera en la que
entendemos hoy el mundo, no obstante, no son revoluciones que me tocaron. Lo que si me
interpela y siento que hago parte toda mi generación y mi persona ya sea a favor o en contra, es
una revolución inconclusa en la que se cuestiona y posiblemente ponga fin al wokismo que está
impregnado en todo el mundo a nivel global.
En ese sentido, si las revoluciones anteriores moldearon nuestras instituciones y
discursos, la que ahora me interpela ocurre en un contexto de una creciente polarización.
Vivimos en un mundo donde se buscan objetivos distintos, marcados por juicios y valores que
cada vez adoctrinan con más fuerza y dejan menos espacio para ceder; en ese escenario, el factor
decisivo en el que vemos el problema o el núcleo del porqué se origina nuestros problemas y a la
vez formas de solucionar, lo es la intervención estatal. Montesquieu ya advertía sobre la
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tendencia del poder a corromperse “todo hombre que tiene poder se inclina a abusar de él” (El
espíritu de las leyes, 1748). Esa idea ilumina un peligro actual y es que si el Estado se erige en
árbitro moral y cultural, existe el riesgo de que la política pase de garantizar libertades a imponer
una única visión ideológica. Por eso, al analizar la revolución inconclusa que cuestiona el
wokismo, es imprescindible considerar el papel y los límites de la intervención estatal.
Cuando hablo de wokismo me refiero a una corriente cultural y política que enfatiza la
justicia social, la visibilización de grupos históricamente marginalizados y el reconocimiento de
desigualdades estructurales en raza, género u orientación sexual. No obstante, este fenómeno no
surge de la nada ya que se alimenta de una tradición de luchas sociales que tienen sus raíces en
movimientos progresistas y en teorías críticas que cuestionan la desigualdad estructural. Como se
puede ilustrar en autores como Marx en el Manifiesto Comunista en el que “la historia de todas
las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de las luchas de clases” (1948),
planteando que las tensiones sociales no son accidentales, sino inherentes a las diversas
estructuras de poder ya sea económico o social. Por otro lado, autores como Gramsci explicó en
Cuadernos de la cárcel que “la supremacía de un grupo social se manifiesta de dos maneras,
como dominio y como dirección intelectual y moral” (1975).Es decir, esto significa que no basta
con controlar la economía o la fuerza política; un grupo también necesita influir en cómo la gente
piensa, en los valores que adopta y en lo que considera justo o injusto. A esa capacidad de
moldear la cultura y las ideas, Gramsci la llamó hegemonía cultural. Esta noción ayuda a
entender por qué fenómenos como el wokismo tienen tanta fuerza porque no se trata solo de
leyes o políticas públicas, sino de ganar la batalla en la forma en que las sociedades perciben la
igualdad, la justicia y la identidad. El wokismo surge precisamente de esa lucha por disputar
quién fija las normas culturales y qué voces deben ser escuchadas.
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Sin embargo, está revolución que se menciona en este texto se da gracias a que revela un
problema central el wokismo, el cual es, cuando el Estado se convierte en árbitro de lo que está
bien y lo que está mal, se corre el riesgo de que la política deje de ser un espacio de libertades
para transformarse en un mecanismo de adoctrinamiento, el cual, no nos damos cuenta porque
pensamos que son ideas propias. John Stuart Mill ya advertía en Sobre la libertad que “si toda la
humanidad menos uno fuera de una misma opinión, y solo una persona fuera de la opinión
contraria, la humanidad estaría menos justificada para silenciar a esa persona que esa persona
para silenciar a la humanidad” (1859). Con esto, Mill muestra que imponer una única visión
moral, incluso con el argumento de proteger derechos o sensibilidades, atenta contra la
diversidad de pensamiento, esto debido a que, el Estado no se debe de encargar de dar una
opinión de juicio de valor, porque esta deja de ser objetiva. En el mismo sentido, Friedrich
Hayek en Camino de servidumbre sostuvo que “una vez que entregamos al Estado la tarea de
decidir qué fines deben perseguirse, perdemos la libertad para decidir por nosotros mismos”
(1944). El wokismo, al apoyarse en políticas que buscan moldear el lenguaje, las costumbres o
incluso hasta la memoria histórica, termina generando lo que Tocqueville llamó una “tiranía de
la mayoría” (La democracia en América, 1835.) donde no se persigue al individuo por la fuerza,
sino a través de la presión social y cultural legitimada por el poder público, esto se intensificó
gracias a las redes sociales que evidentemente generan una mayor polarización que ayuda a que
este fenómeno del wokismo siga atacando por la exclusión del que piense diferente.
Por lo que, la alternativa, puede no ser un Estado ausente, sino un Estado limitado. Un
poder público que garantice libertades individuales y reglas de convivencia básicas, pero que no
pretenda definir qué valores morales deben prevalecer en toda la sociedad. Montesquieu en El
espíritu de las leyes (1748) sostenía que “para que no se pueda abusar del poder, es preciso que
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el poder detenga al poder”. Esa advertencia cobra vigencia hoy ya que al reducir la intervención
estatal en lo cultural no significa eliminarlo, sino ponerle límites claros para que no sustituya la
libertad individual por un adoctrinamiento colectivo. Así, la verdadera solución es un equilibrio,
en donde, un Estado que proteja derechos y arbitre conflictos, pero que deje en manos de los
ciudadanos y las comunidades la tarea de deliberar sobre lo justo y lo que es bueno, sin que sea
un poder concentrado y existan múltiples ideologías habitando en un mismo modelo.
En conclusión, no existe una respuesta clara ni definitiva sobre cómo debe resolverse esta
revolución inconclusa que cuestiona al wokismo. La historia muestra que cada forma de
gobernar ya sea con mayor intervención estatal o con un Estado más limitado, contiene una serie
de ventajas y riesgos, el cual aunque ya se vivió en etapas anteriores de la historia, no se sabe
cómo se adapte o siga adoptando en el futuro. Lo que sí es cierto es que cualquiera de esos
caminos será fundamental en la manera en que termina configurándose esta lucha cultural y
política. La expectativa no está únicamente en que una visión gane sobre otra, sino en cómo las
decisiones de hoy marcarán el rumbo de las libertades, los derechos y el papel del Estado en las
próximas generaciones, el cual, estas problemáticas y cuestiones hacen parte de la revolución
que me tocó.
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Referencias:
Gramsci, A. (1975). Cuadernos de la cárcel. México: Era.
Hayek, F. A. (1944). Camino de servidumbre. Londres: Routledge.
Marx, K., & Engels, F. (1848). Manifiesto del Partido Comunista. Londres: Workers’
Educational Association.
Mill, J. S. (1859). Sobre la libertad. Londres: John W. Parker and Son.
Montesquieu, C. de S. (1748). El espíritu de las leyes. Ginebra: Barrillot & Fils.
Tocqueville, A. de. (1835). La democracia en América. París: Charles Gosselin.