Andrea Domínguez Muñoz
Durante un gran periodo de tiempo la economía ha
permanecido acantonada y constreñida al principio neoclásico de equilibrio y a
los modelos matemáticos que lo respaldan, el cual plantea que el sistema de
producción trabaja en función de los recursos (la tierra), el trabajo y el
capital. Esta misma rigidez técnica y matemática que, impulsada por la primera
máquina de vapor —transición de
la manufactura (primera ola) a la industria (segunda ola)— exigió el
desarrollo de la teoría económica, también ha intervenido directamente en el
extenso e intrincado proceso de desarrollo de un cuerpo teórico físico que ha
establecido conceptos como energía, calor, trabajo, entropía y equilibrio
termodinámico. Así, tras varias décadas posteriores a las importantes
contribuciones de Sadi Carnot, Rudolf Clausius y otros muchos hombres de
ciencia en materia específica de termodinámica y en realidad, bastante cerca a
nuestra actualidad, llega a destacarse la propuesta de Nicholas
Georgescu-Roegen, un matemático y economista que vincula leyes de la
termodinámica con la teoría económica para señalar fallos en la teoría
económica convencional y para proponer un modelo alternativo al que opera hoy
día y que nos ha acarreado la crisis ecológico-social de la que estamos siendo
víctimas.
La obra de Georgescu-Roegen ha inspirado una corriente de
pensamiento que suele recibir el nombre de economía
ecológica, cuya principal crítica es hacia la marcada despreocupación e
incluso indiferencia ante el estado del sustrato biofísico sobre el que se
sostienen las economías industriales. Las leyes de la termodinámica constituyen
en este punto nociones biofísicas fundamentales para la comprensión de la
economía moderna y para la búsqueda de la consecución de sostenibilidad. Aunque
la formulación real de estas leyes es mucho más compleja e implica vasta
extensión, podemos identificar la primera ley de la termodinámica con el
principio de conservación de la energía: “La energía-materia no se crea ni se
destruye, sólo se transforma”. Si nos basáramos solamente en dicha premisa
podríamos pensar que la utilización de la energía-materia no disminuye la
cantidad de energía-materia que queda disponible para usarse nuevamente, pero, es
aquí cuando se muestra que la economía debe respetar también la segunda ley de
la termodinámica o ley de la entropía,
según la cual, a grosso modo, siempre que se usa energía-materia, la cantidad
de energía-materia que queda en el sistema, se reduce. Entonces, se puede decir
que el sistema económico actual, basado en un modelo de crecimiento continuo, es
altamente entrópico, es decir, diezma a gran velocidad los recursos naturales y
energéticos del planeta con el propósito de convertirlos en bienes y servicios.
En cada paso del proceso se producen residuos y se consume energía. La cantidad
de materia prima es igual a la cantidad de residuos generados más los productos
que se convertirán en residuos eventualmente, pero esas dos cantidades son cualitativamente diferentes. La
diferencia se mide en términos de entropía.
Tomando consciencia de esta problemática y tras la
consolidación del concepto de desarrollo sostenible, muchos economistas como José
Manuel Naredo y Manfred Max-Neef han incorporado y promovido un modelo de
criterio de “ahorro termodinámico” que, en esencia, busca mejorar el reciclaje,
alargar la vida útil de los bienes y mejorar la eficiencia termodinámica del
proceso productivo. Todo ello implicaría una drástica modificación en las
técnicas de producción y en los hábitos de consumo, por lo cual es totalmente
dependiente del nivel de compromiso de los actores de la sociedad, tanto de
productores que deben restar prioridad al aspecto monetario por sobre la
devastación ambiental como de consumidores que deben dejar de asociar mayor calidad
de vida y bienestar con incremento en el consumo. Pero, especialmente, debido a
la incompatibilidad física entre estas políticas de ahorro y el modelo de
crecimiento continuo, se debería bregar por implementar un modelo decreciente en la planificación económica: una forma gradual,
controlada y asimétrica de disminuir
la producción económica. Asimétrica en el sentido de que el decrecimiento debe
ir destinado hacia los sectores productivos más consumidores y generadores de
residuos y a mayor escala deber ir dirigido hacia los países más
industrializados que desde la emersión de la segunda ola se han enriquecido, en
gran parte, a costa de los recursos de países “subdesarrollados”. La
construcción de un nuevo paradigma económico de tales condiciones significa el
establecimiento de nuevos cimientos políticos, técnicos y filosóficos que deben
ser lo más sólidos posibles. Pero la idea central no es simplemente consumir
menos, si no de mejor manera y en equilibrio con la naturaleza.
Es perfectamente entendible que ésta se trata de una
postura que puede diferir de muchas opiniones provenientes de personas que de
igual forma son miembros activos del sistema económico, sin embargo, no deja de
perfilarse como una alternativa singular frente a un modelo que no está en
capacidad de proporcionar solución a los problemas más urgentes que aquejan al
mundo. No está de más mencionar que el aumento de consumo material no tiene por
qué significar calidad de vida, ésta está ligada directa e incuestionablemente
a la satisfacción de las necesidades humanas básicas.
Como lo han expuesto ya multiplicidad de economistas,
desarrollo no precisa necesariamente crecimiento, incluso son términos que
pueden suponer una especie de contradicción. En este punto de la historia
parece más viable hablar de decrecimiento
sostenible como vía de transición hacia la nueva civilización subsiguiente
a la tercera ola de cambio.
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